mayo 08, 2013

ESPATOLINO (XV)

 
La sentencia de Roma
 
-XV-
(final)
 
Con no pequeño disgusto comenzamos a escribir este último capítulo de nuestra historia, pues creyendo firmemente que todos nuestros lectores están dotados de una sensibilidad exquisita, de buena gana nos excusaríamos de presentar a su vista el triste cuadro final de la vida del bandolero, si no nos retrajese del cumplimiento de tan laudable deseo, el no infundado temor de que algún aristarco nos echase en cara, como culpa de pereza o de imperdonable olvido, el dejar sin conclusión nuestra obra.
 
No detendremos, sin embargo, la atención de las amables personas que se dignan prestárnosla, en los pormenores de un proceso criminal cuyo resultado nos sería imposible representarles como dudoso; diremos solamente que transcurrieron muchas semanas antes de que el sumario se diese por concluido, y que ya el pueblo de Roma comenzaba a impacientarse de su larga expectativa, cuando supo por fin que la causa pasaba al tribunal que debía fallarla, y que en la mañana siguiente se abriría la audiencia.
 
Un gentío inmenso se agolpó en el recinto destinado a los espectadores, dos horas antes de que se presentasen los jueces y los reos. La funesta celebridad de Espatolino y las circunstancias particulares de su captura, excitaban en el mayor grado la curiosidad general.
 
El horror que inspiraba aquel bandido famoso, cuyas criminales proezas coronó por tanto tiempo la fortuna, y la alegría que todos debían experimentar al ver libre al país de tan terrible azote, no eran obstáculo para que las almas delicadas execrasen la alevosía de Rotoli compadeciendo a la víctima. Las mujeres, especialmente, mostraban por el capitán de bandoleros un interés más generoso que racional.
 
-Acaso estaba arrepentido de veras -decían-; acaso hubiera sido un hombre de bien en lo sucesivo; porque se asegura que está casado con una muchacha muy linda y bondadosa, y que desde que realizó dicha unión hubo en su carácter una mudanza tan rápida como loable.
 
Aquella conversión, obrada por el amor, no podía menos de encontrar grandes simpatías en el hermoso sexo. Se inventaron en su consecuencia mil causas extraordinarias a los más atroces crímenes de Espatolino; se aglomeraron circunstancias atenuantes, y se divulgaron innumerables novelas patéticas y absurdas, para justificar el interés que les inspiraba; sin que tantos esfuerzos de la imaginación alcanzasen, sin embargo, a forjar una historia tan triste y tan terrible como la verdadera del bandido.
 
Exaltados los cerebros femeniles con los lindos poemas que ellos mismos engendraban y producían, divulgaban rápidamente sentimientos favorables al reo, y no sabemos hasta qué punto hubiera influido la indulgencia fervorosa de las bellas romanas sobre la opinión general, si algunos hombres reflexivos y severos no hubiesen cuidado de oponer un antídoto haciendo cundir la natural observación de que aquella deplorable víctima de la traición de Rotoli, era culpable de otra más negra todavía; pues había intentado comprar su indulto a precio de la sangre de sus compañeros.
 
Las mujeres tienen un instinto prodigioso de rectitud, y saben distinguir admirablemente los crímenes de las bajezas. Con los primeros son rara vez severas, porque siempre encuentran en ellos algo de terrible y grandioso, que enciende su imaginación y fascina su juicio; pero para las segundas no hay jueces más inexorables.
 
Por desgracia de Espatolino eran completamente ignoradas las circunstancias que disculpaban su traición, y la noticia de aquella culpa pleveya y repugnante, produjo una reacción instantánea en el espíritu de sus amables protectoras.
 
El proceso, no obstante, continuaba siendo el objeto de todas las conversaciones, así de las que se suscitaban en los palacios, como de las que se entablaban en las tabernas. Fija tenazmente la atención del público en el célebre forajido, cuya sentencia iba a pronunciarse, no se admirará el lector de que fuese numerosa la concurrencia en el salón del tribunal la mañana en que debía verificarse el juicio.
 
La premura con que acudieron los curiosos de ambos sexos a tomar localidades cómodas les sujetó a dos horas de espera, y los sordos murmullos producidos por diferentes diálogos a sotto voce, no fueron acallados hasta el instante en que abriéndose las puertas de la sala, comparecieron al mismo tiempo los jueces y los reos.
 
Al acrecentamiento de ruido que produjo por de pronto el simultáneo movimiento del concurso, siguió inmediatamente un silencio profundo, y todas las miradas se dirigieron hacia los delincuentes, que se presentaban por primera vez en espectáculo a la curiosidad pública.
 
Ocupaban el triste banco los bandidos, resto de la fracción que mantenía el capitán a sus órdenes inmediatas, y estaban además il Silenzioso, su mujer y Pietro; Rotoli había conseguido eximir por entonces a su sobrina, alegando su grave dolencia. Espatolino se había sentado en un extremo del banco y Roberto en el otro, mostrándose ambos serenos, imperturbables, bien diferentes de los demás reos, notablemente abatidos y flacos por algunos meses de encarcelamiento.
 
Los que habían conocido a Espatolino antes de aquel triste período de su vida, echaron de ver que los surcos de su rostro eran más numerosos y profundos, y que algunas hebras de plata matizaban su negra cabellera; pero no alteraba ninguna nube la grave serenidad de su frente, y su mirada tenía, como de costumbre, una tristeza desdeñosa y fiera.
 
Al recorrer con la vista la inmensa reunión descubrió a Rotoli, que había sido elevado al rango de comisario de policía en premio de sus últimos servicios, y que escuchaba en aquel momento las felicitaciones de algunos de sus amigos. Un ligero temblor contrajo los labios del bandido; pero supo dominar rápidamente su emoción, y despejando sus sienes de algunos bucles que se habían deslizado hasta sus mejillas, volvió su atrevida mirada hacia el tribunal que acababa de constituirse.
 
Leído que fue el sumario púsose en pie con ademán imperioso, y dijo encarándose a los jueces:
 
-Señores, sé muy bien que todo está probado y que ninguna esperanza me resta. Tuve la imbecilidad de fiarme de la palabra de honor de un esbirro, y es justo que sufra las consecuencias. Deseo únicamente ilustrar al tribunal evitándole involuntarias injusticias, porque aquí somos varios acusados; pero no todos en igual grado delincuentes.
 
Volvió a sentarse concluido este breve discurso, y habiendo comparecido algunos testigos que depusieron contra él, los escuchó con admirable calma, rectificando las inexactitudes en que incurrían.
 
Confesó plenamente sus delitos, que especificó con horribles detalles, notándose que ponía particular empeño en disminuir la culpabilidad de algunos de sus camaradas, e interesándose mayormente por Pietro, cuya inocencia proclamó con esfuerzo.
 
Su serenidad y atrevimiento tenían absorto al auditorio; sus frecuentes arengas, rápidas, vivas y enérgicas, eran oídas con sorpresa por los mismos jueces; pero sólo cuando llegó la oportunidad de hablar en favor de su desgraciada esposa, comprendida injustamente en el proceso, sólo entonces fue cuando desplegó en toda su extensión y fuerza aquel género de elocuencia brusca y fulminante, cuyo recuerdo conservaron por mucho tiempo todos los que entonces la admiraron.
 
Su rostro, su voz y su ademán adquirieron de súbito una gravedad imponente, y las reglas oratorias se quedaron muy inferiores a aquella peroración improvisada, incorrecta, áspera, pero fascinadora por el entusiasmo de una convicción irresistible.
 
Suspendiose la sesión, ya muy adelantada la tarde, sin que el curioso auditorio hubiese alcanzado a comprender el resultado que producirían los alegatos del reo principal; pero la siguiente y seis más, que se emplearon en la vista de la causa, dieron suficiente alimento a la novelería de la multitud.
 
En todas aquellas largas sesiones sostuvo Espatolino la misma tranquilidad y osadía que en la primera había manifestado, constante también en el decidido empeño de salvar a su mujer y a algunos de sus camaradas.
 
Faltaba únicamente, para que el drama representado ante el público llegase al mayor grado de interés, que hiciese compañía a los salteadores en el ignominioso banco una mujer joven y casi moribunda, aquel complemento del cuadro no se esperó en balde, pues todos los esfuerzos de Rotoli no bastaron para impedir que se hiciese comparecer a Anunziata en la última sesión.
 
Notable efecto causó en el concurso la aparición de aquella infeliz, flaca, decaída, azorada; pero interesante por el estado ya bastante evidente en que se hallaba, y por un aire de bondad de que no acertaron a privarla todos sus padecimientos. Pero ¿quién intentará la pintura de aquella escena muda y dolorosa de que fue testigo una multitud ávida de sensaciones y actores lamentables Espatolino y su esposa?
 
Por primera vez después de cinco meses de separación volvieron a verse aquellos dos desdichados: ¡y en qué sitio y en qué circunstancias!; fue la más difícil prueba de que salió triunfante la entereza del bandido; mas ella, la débil criatura, abatida por una larga enfermedad, sucumbió a su pesar, y estuvo por algunos minutos desmayada.
 
Mientras se le prestaban los necesarios auxilios, lívido y desencajado Espatolino clavábase las uñas en el pecho, con una crispatura nerviosa que en breve se hizo sentir en todo su cuerpo... pero apartó los ojos de la interesante víctima y sin proferir una palabra, sin hacer un gesto, devoró en silencio aquella suprema angustia.
 
Cuando recobró Anunziata los sentidos y se tomó su declaración, que fue inconexa y contradictoria, se la permitió retirarse, lo que ejecutó apresurada y casi despavorida, lanzando sobre su marido una mirada delirante.
 
Sofocando con trabajo tantas emociones crueles pidió éste por última vez la palabra, y después de repetir la más vehemente defensa a favor de su esposa, reclamó como única gracia se le concediese una hora de secreta conversación con aquella desgraciada.
 
El tribunal estuvo acorde en prometérsela, y procediendo enseguida al fallo de la causa se pronunció la sentencia definitiva. La expectación del público no podía ser dudosa respecto a Espatolino, y todo el interés se fijó en Anunziata, cuya suerte se anhelaba conocer. La ansiedad no fue por cierto larga, pues en la misma tarde a cada uno de los comprendidos en el proceso le fue notificada su sentencia, y una hoja volante satisfizo completamente, algunas horas después, la curiosidad general.
 
 
Espatolino y diez de sus compañeros fueron condenados a muerte. Irta chioma, Pietro, il Silenzioso, y otros dos bandidos a presidio, los unos por diez los otros por veinte años; la mujer de Silenzioso y Anunziata a cuatro de reclusión.
 
Luego que entró en capilla nuestro protagonista mandó recordar a los jueces la promesa que le habían hecho, reclamando su cumplimiento. En efecto, la noche postrera de su vida vio abrirse la puerta del calabozo para dar entrada a su esposa.
 
Su largo vestido negro contrastaba con la blancura mate de su semblante, que a la escasa luz del opaco farolillo, único alumbrado de aquel lúgubre recinto, presentaba un cierto brillo frío e inalterable como el del mármol. Sus pasos eran rápidos a pesar de la flaqueza que se advertía en su ademán; y sus grandes ojos pardos tenían una expresión extraordinaria.
 
-¡Y bien! -dijo sentándose en las pajas que servían de lecho al reo-. ¡Heme aquí!, dicen que me llamas y he venido.
 
Espatolino se puso de rodillas, y antes de que pudiese articular un acento desahogose su oprimido pecho con un diluvio de lágrimas.
 
-¿Por qué lloras? -le dijo su mujer sonriendo con melancólica dulzura-. ¿Desconfías de mi perdón?, ¿dudas de mis promesas?
 
Sin darse a sí mismo la explicación de aquellas palabras respondió con ahogada voz el infeliz:
 
-Sólo me aflige tu suerte y la de mi pobre hijo.
 
-¡Tu hijo!... -repuso ella con aspecto grave-, ¡te comprendo!, pídeme lo que quieras.
 
Procurando calmar su dolor hablola entonces Espatolino de las grandes riquezas que tenía enterradas en determinados sitios; diole gracias con efusión por los días de felicidad que le había proporcionado con su ternura, y la pidió perdón por los pesares que la había ocasionado, animándola al mismo tiempo a soportar con resignación aquél más terrible, aunque postrero, que le causaría su ignominiosa muerte. En nada empero se extendió con tan dolorosa complacencia como en las instrucciones que quiso dejarla para la educación de su hijo: nombre que jamás pudo proferir sin acompañarle con lágrimas.
 
Escuchole Anunziata con atento silencio y sin dar la menor muestra de flaqueza. Aquella calma inesperada comenzó a inquietar a Espatolino.
 
-¡Háblame! -le dijo fijando en los de la joven sus ojos solícitos-, háblame, Anunziata, pues es la última vez que podré escucharte.
 
Ella habló en efecto... ¡habló mucho!, ¡habló demasiado! Desde sus primeras palabras descubrió Espatolino una verdad bien amarga. ¡Desdichado pecador!, ¡¡¡aquel momento era bastante expiación de toda una existencia!!!
 
A las once de la mañana del día que siguió a aquella noche de inconcebibles sufrimientos para Espatolino, el coronel Arturo de Dainville se hallaba solo, pensativo, en un elegante gabinete de su espaciosa habitación. Muchos minutos había permanecido inmóvil y sin dar otras señales de vida que algunos suspiros sofocados, cuando una puerta se entreabrió lentamente, y vio asomar por ella la zalamera cara del nuevo comisario.
 
Estremeciose el joven militar, y desvió los ojos con un gesto de repugnancia.
 
-No se enfade su excelencia -dijo con melosa voz Angelo Rotoli-. No vengo más que a deciros cómo ya queda felizmente terminado el negocio. Los perillanes han muerto como verdaderos cristianos; pero él como un hereje consumado. No ha querido confesarse, ni aun siquiera ver al sacerdote, y en el mismo lugar del suplicio, de donde vengo, dijo que sólo se arrepentía de salir del mundo sin haberse bebido mi sangre. ¿Qué le parece a vuestra excelencia la contrición del maldito?... Pero murió con valor... ¡eso sí!, es menester ser justos.
 
-¡Basta! -dijo con desabrimiento el coronel-. La Italia queda libre de algunos de los malvados que infestaban su suelo; pero aún restan muchos, y vos sois el mayor de ellos.
 
-Vuestra excelencia se chancea -repuso Angelo sonriendo con desvergüenza-. En fin, lo que ahora deseo es que os dignéis darme vuestras órdenes respecto a la chica.
 
-¡Miserable! -exclamó el joven mirándole con desprecio-. ¿Entraba en vuestros cálculos infernales que fuese yo consolador de la viuda del bandido?
 
-No lo digo por tanto, ilustre caballero, sino que como sois tan compasivo y generoso, espero que interpongáis vuestro crédito a fin de que se exima de la reclusión a la pobre muchacha, y se la conceda una plaza en el establecimiento que le corresponde.
 
-¿Pues en dónde diablos queréis colocarla? -preguntó con aspereza Arturo.
 
-Donde la corresponde estar, os he dicho, señor excelentísimo: esto es, en el hospital de Orates.
 
-¿Está loca?
 
-Y es una dicha para ella, carísimo coronel, pues le ha dado la manía de creerse reina. Está muy satisfecha por haber podido con sus augustos derechos firmar el indulto de Espatolino, al cual supone ya muy dichoso en un pintoresco retiro con su esposa y su hijo. ¡Es una demencia bien extraordinaria! ¿Creeréis que anoche estuvo en el calabozo del reo, que le vio, le oyó, y sin embargo no se le vino al pensamiento la sospecha de ser su mujer? Hablole como reina a cuya benignidad debía el perdón, y le encargó que hiciese feliz a su esposa, por la cual, dijo, se interesaba mucho su real ánimo. Ha trasformado en palacio de mármol mi humilde morada, y desde allí dicta leyes de clemencia a todo el universo, firma decretos, prodiga indultos, y declara a sus ministros que ha venido a reinar sobre la tierra por providencia del cielo, encargada de la alta misión de reformar a los hombres. Sólo un momento malo ha tenido esta mañana, porque se encaprichó en que un pájaro negro le picoteaba los ojos, y le graznaba en los oídos; pero espero que pasará bien el resto del día, pues cuando salí de casa la dejé muy entretenida en discutir con sus consejeros, sobre las ventajas e inconvenientes que ofrecía la abolición de la pena de muerte.
 
-¡Desdichada! -exclamó enternecido Arturo, y despidiendo con un gesto imperioso al comisario, añadió rápidamente-. Esa pobre demente corre por mi cuenta; pero guardaos de volver a presentaros delante de mí.
 
Angelo se alejó haciendo humildes reverencias, y al atravesar el umbral de la última puerta lanzó hacia el gabinete en que quedaba el coronel una mirada indescribible, y murmuró entre dientes:
 
-¡Mentecato orgulloso!, si por algún capricho de la suerte cayeses en mis manos... ¡entonces sí que sería Rotoli completamente dichoso!
 
 
fin
 
 
Nota:
La edición está basada, principalmente, en los capítulos originales publicados por el periódico El laberinto entre 1843 y 1844 y la segunda edición de la novela de 1858.

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