mayo 06, 2013

ESPATOLINO (XIV)

 
El último banquete

-XIV-

 
Los bandidos se prestaron a celebrar el banquete mandado por Espatolino, no ciertamente porque tuviesen la esperanza de divertirse a costa de su víctima, sino por efecto más bien de un hábito de obediencia a sus órdenes.
 
Por encallecidos que estuvieran aquellos corazones, la idea de aceptar un obsequio del mismo a quien vendían les causaba cierta repugnancia que sólo pudo ser sofocada por los vapores del vino.
 
Los nómadas selváticos tenían esta notable desventaja respecto a los hombres de la sociedad. Salteadores de los caminos públicos, gente sin ley ni vínculos convencionales, conservaban sin embargo un instinto natural que rechazaba la perfidia. Capaces de todos los crímenes crueles, no podían aceptar la bajeza de la mentira; y sus manos, que se lavaban diariamente en sangre, temblaban al recibir un beneficio espontáneo, de la de un hombre engañado.
 
En este punto estaban los forajidos, como ya hemos dicho, mucho más atrasados que los hombres de bien. Los vagabundos sin ley hubieran podido tomar lecciones de aquellos individuos civilizados, que para todo tienen una; que profesan principios y proclaman máximas. Ellos les hubieran enseñado a sonreír con halago al amigo a quien se vende, a beber en su copa, a comer en su mesa. Ellos les hubieran mostrado cuánto más seguro es el golpe de la mano cuando fascina un rostro traidor a la desprevenida víctima.
 
Los hijos de las selvas llamaban cobardía y mentira lo que entre las gentes cultas se determina más decorosamente con el nombre de habilidad y disimulo, porque la ferocidad bien puede ser fruto de instintos brutales que no han recibido ningún género de modificación, y por eso no es extraña entre los hombres incultos; pero sólo en la sociedad se encuentra aclimatada la perfidia.
-¡Qué lástima! -decía Roberto llenando por la vigésima vez su ancha copa de plata-, ¡qué lástima que no esté aquí Baleno, para que nos cantase alguna de sus barquerolas sicilianas!... ¿Sabéis, compañeros, que ya tarda demasiado el pobre mozo? ¿Si le habrá echado el guante la justicia?...
 
-¡Caa!, ¡había la justicia de hacer esa injusticia! ¿Y el bando?, ¿había de desmentir el bando?
 
-Baleno es un poco ligero de cascos; se habrá encontrado por el camino con alguna chicuela de ojos negros, y a Dios, comisión.
 
-Esa hipótesis es absurda. El negocio es demasiado importante para que ni todas las chicas del mundo lograsen hacérselo olvidar a Baleno.
 
-Su tardanza me parece a mí muy natural; la justicia estará tomando sus medidas. ¡Pues qué!, ¿no hay más que llegar y besar el santo?
 
-Bebamos, pues, a la salud de Baleno, y por el buen éxito de la negociación.
 
-Tienes un corazón de demonio, Giacomo, ¿te atreverías a hacer semejante brindis?
 
-¿Y por qué no?
 
-¿Beberías por la muerte del que nos regala el vino?
 
-¡Y qué bueno es, camaradas! Otra copa; llenad todos... tú también, melancólico Irta chioma. ¿Qué te parece el vinillo?... Esto es de lo bueno; de lo más escogido de monte Giove.
 
-¿Por quién se brinda?, ¡acabemos!
 
-Ya está dicho: por Baleno y por el buen resultado de su comisión.
 
-Yo no respondo a ese brindis.
 
-Ni yo.
 
-Ni yo
 
-¡Ni nadie, voto al diablo!... ¿Qué necesidad tenemos de acordarnos ahora de este negocio? Lo hecho, hecho; pero que no se mencione aquí.
 
-¡Bien dicho, Fulmine!, sería una infamia hacer con el vino de Espatolino un brindis por su sangre. ¡Pobre capitán!
 
-¡Ea!, cuidado con nombrar así al criminal. Nosotros no somos capaces de entregar a nuestro capitán; antes de proceder a esa... a esa... justicia, le habremos degradado de su rango.
 
-Él lo ignora.
 
-¡Es verdad!, bien a pesar mío se sigue tan mal sistema. Valía más haberle dicho claramente: «Has delinquido y vamos a castigarte».
 
-Se hubiera escapado.
 
-No; porque para eso hay cadenas y grillos.
 
-¡Cadenas y grillos!... ¡A Espatolino! Que haga eso la justicia; lo que es yo jamás me hubiera atrevido a poner las manos sobre él.
 
-Tiene razón Irta chioma. ¿Quién había de tener alma para aprisionar a Espatolino? ¡Camaradas!, yo fui de los primeros que voté en su contra; pero no puedo menos de confesar que ha sido un valiente.
 
-¡Eso quién lo niega, voto a Judas!, yo, Roberto il Fulmine, arrancaría la lengua que tanto se atreviese.
 
-Que era valiente es indudable; pero... no quisiera aventurar una acusación, aunque tengo datos en que apoyarla.
 
-¡Di, di, Giacomo! -exclamaron a la vez todos los bandidos.
 
-Oyes, tú, el de la cabecera de la mesa, dame ese plato de ternera. Pues bien, decía que no cabe duda respecto al valor del que ha sido nuestro jefe; pero que es reo de un delito que merece cien veces la muerte.
 
-¡Quién lo duda!, ¿pues no ha de ser delito tenernos días y días mano sobre mano; anunciarnos grandes empresas, y venir a parar tanta bambolla en hacernos correr tras una mozuela?
 
-Pues digo que no es ese su mayor crimen.
 
-¡Cómo!, ¿has descubierto algún otro, Giacomo?
 
-¡Amigos!, tengo por tan cierto que Espatolino no cree en Dios ni en la Madonna, como dos y dos son cuatro.
 
-¡No cree en Dios ni en la Madonna! -gritaron con horror los bandidos.
 
-¡Escuchadme!, por más que procurase fascinarnos reservando lo mejor del botín para nuestra divina Protectora, le he visto reírse con disimulo de nuestra devoción, y en cierto día... no sé cómo decirlo, camaradas.
 
-Habla, Giacomo, habla sin empacho.
 
-Es que la cosa es horrible. En fin, lo diré pidiendo perdón a la Santísima Madre de Dios por las palabras que voy a proferir. Un día en que se enojó conmigo me tiró una imagen de la divina Señora, y cuando se la devolví haciéndole observar su desacato, dijo... ¡es un judío, camaradas!... dijo una cosa impía contra aquella efigie sagrada.
 
-Giacomo, si eso es verdad, tienes razón en decir que merece cien muertes.
 
-¡Es un sacrílego!... Amigos, hacemos un bien a su alma en proporcionarle morir ahorcado. Esa muerte atroz le servirá de expiación y podrá entrar en el cielo.
 
-Es verdad, Roberto. ¿Quién había de imaginar que Espatolino no creyese en Dios?
 
-¡Haber tenido por jefe a un impío!... Amigos, ahora me admiro de que hayamos salido con bien de nuestras empresas.
 
-Eso porque la Madonna procuraba por tales medios atraerle al buen camino. La fortuna que le concedía era un llamamiento a su corazón.
 
-¡Ingrato!, ¡y no creía en ella!
 
-Pues lo que es yo, tengo para mí que su fortuna no venía de arriba. Que me asen en unas parrillas como a San Lorenzo, si el diablo no tenía su parte en ella.
 
-¡El diablo!... ¡que el bienaventurado San Giovanni tenga piedad de nosotros!
 
-Giacomo, no hables más de esas cosas. Mira qué pernil tan apetitoso. ¡Comamos y bebamos, camaradas!
 
-¡Sea!, ¡brindemos por la castísima Madonna!
 
-Brindemos.
 
-Ahora por los pobres extranjeros que matamos a la entrada de Nettuno.
 
-Deja en paz a los muertos. Bebamos por Occhio linceo, que enfermó anoche y salió esta mañana para consultar un médico.
 
-¡Ca!, tan enfermo está como yo. Se escapó porque no quería ser de los indultados.
 
-Decid más bien de los traidores.
 
-¡Irta chioma!
 
-No hay que hacerle caso; ¿no veis cómo le bailan los ojos? Está borracho.
 
-Señores, ahora que me acuerdo, ¿no brindaremos por la persona en cuyo obsequio se celebra la fiesta?
 
-¿Por la mujer de Espatolino?
 
-Es claro.
 
-¿Qué inconveniente hay? ¡Bebamos! Basta con castigar al marido de las faltas en que ha incurrido por amor a ella.
 
-¿Y por quién mejor pudiéramos vaciar una copa? -dijo Irta chioma-. Es hermosa como una tarde de otoño.
 
-¡Ja!, ¡ja!, ¡sublime comparación!
 
-Es exacta, Roberto, por más que te burles. La mujer del pobre Espatolino estaba en su balcón ayer tarde, y me chocó la semejanza que noté entre aquellas dos cosas tan diferentes en la apariencia: ¡la tarde y la mujer! Pero ambas eran bellas, pálidas y tristes. La hermosura de la joven parecía tan marchita como la vegetación del otoño; y su mirada tibia, dulce y melancólica, como la luz de la tarde.
 
-Compañeros, está visto que Irta chioma ha de venir a parar en poeta.
 
-Es que está enamorado como un tonto.
 
-Lo mismo da; pero escucha, pastor fido; tú, más que ninguno, puedes sacar utilidad de lo que llamas traición. Anunziata quedará viuda... ya me entiendes.
 
-¡Y qué! Se me antoja que esa chica es del número de aquéllas que cuando se encaprichan por uno no hay que pensar en sacar partido de ellas. ¡Además, lo que yo siento es una cosa tan particular!... Algunas veces cuando la veo me dan tentaciones de ponerme de rodillas y besar sus pies; pero... ¡cosa rara!, no sé si tendría placer en darla un beso en los labios.
 
-Eso se llama un amor respetuoso; bebamos por el castísimo Irta chioma.
 
-¡Bebamos!
 
El diálogo de los bandidos giró desde aquel momento sobre cosas de tal naturaleza, que no nos permite la decencia repetir ni imitar su lenguaje; los vapores del vino exaltaban más y más sus cerebros, y la francachela iba tomando un carácter verdaderamente bacanal, cuando un silbido agudo y prolongado se dejó oír del otro lado de la puerta, que estaba cerrada por dentro.
 
-¿Quién? -exclamaron a la vez cinco o seis voces, alteradas por la bebida.
 
-Espatolino -respondió el conocido acento del capitán.
 
-¡Espatolino! -repitieron los bandoleros poniéndose en pie por un antiguo hábito de respeto.
 
-Ea, señores -dijo Giacomo-, no hay que hacer adulaciones: es un igual; sentémonos y que uno sólo vaya a abrirle.
 
-¡Yo! -exclamó Irta chioma, que era el menos borracho, y encaminándose a la puerta volvieron los otros a sentarse.
 
Entró Espatolino; su rostro estaba extremadamente pálido; nada indicaba en su aspecto que aquel hombre de pasiones implacables, se saborease con el triunfo de su venganza.
 
Adelantose hacia la mesa con aire casi despavorido, y Roberto le dijo:
 
-¡He aquí tu copa, camarada!, propón el brindis que quieras, con tal que no sea uno de los que me anunciaste esta mañana. Querías beber por tus amigos leales; pero nadie puede saber si los tiene... piensa otro brindis y te haremos la razón.
 
-¡Bien! -dijo Espatolino con acento lúgubre-, bebo por los traidores, porque creo que hay aquí más de los que vuestra conciencia delata.
 
En el mismo instante llenose la sala de gendarmes, que cayeron sobre los bandidos antes de que hubieran tenido tiempo para moverse.
 
Al verlos Espatolino como buitres encima de su presa, al oír los furiosos clamores de sus camaradas, una sensación dolorosa le obligó a apartar los ojos de aquel espectáculo, y quiso alejarse algunos pasos. ¡En vano!, sintiose al punto asido fuertemente por entrambos brazos, y viéndose desarmado conoció que era inútil la resistencia.
 
Los gendarmes le aseguraron sin demora con gruesas cuerdas, y buscando con los ojos a Rotoli viole Espatolino frente a frente de él, con aquella sonrisa satánica, única expresión de su odio satisfecho.
 
-¡He aquí lo que significa la palabra de honor de un esbirro! -dijo lanzándole una mirada de profundo desprecio.
 
-Nada temáis -respondió con impavidez Rotoli-, ésta es una mera ceremonia y mañana estaréis libre.
 
Desapareció apenas pronunció estas palabras, y los gendarmes comenzaron a sacar a sus víctimas, obligándolas a andar con brutales empellones.
 
Para evitar igual ultraje, apresurose Espatolino a dejar la estancia, acompañado de los numerosos gendarmes que le cercaban, y a los que rogó cortésmente procurasen no causar mucho ruido para que su mujer ignorase, si era posible, aquel infausto acontecimiento.
 
Los gendarmes sólo respondieron con groseras burlas; pero escuchose la voz de Rotoli que decía:
 
-No os inquietéis por vuestra esposa, señor Espatolino, que ya he dado mis disposiciones respecto a ella.
 
Venciendo el bandido su repugnancia, le dio gracias y aun pudo añadir:
 
-Creo, señor Angelo, que con ella no seréis inhumano: está enferma y es vuestra sobrina... tened piedad de la desgraciada y... os perdonaré vuestra traición.
 
-Ni con ella ni con vos haré otra cosa que lo que mi conciencia me dicte- respondió sonriendo el esbirro.
 
Algunos gemidos lamentables llegaron al punto mismo a los oídos de Espatolino, y dirigiendo su mirada ansiosa hacia el paraje de donde salían, distinguió a Anunziata medio desnuda, desmelenada, en medio de seis gendarmes. ¡Aquél fue sin duda su dolor supremo!
 
Rugidos que en nada se asemejaban al humano acento salieron entonces de su pecho, y haciendo desesperados esfuerzos intentó romper sus ligaduras ¡pero fue en balde!, sólo consiguió ensangrentar sus brazos y agotar sus fuerzas. Cansado de insultar a Rotoli y a los gendarmes, de prodigar blasfemias y maldiciones, de pedir la muerte y de revolverse furioso entre las cuerdas que le sujetaban, recurrió por último a las súplicas. Aquella alma soberbia era capaz hasta de humildad, por amor a Anunziata.
 
-¡Señor Angelo! -dijo-, bastante tenéis con mi muerte; compadeced a esa débil criatura. ¡Es madre!, yo os imploro a favor de un inocente que comienza a vivir en su seno. Saciad en mí vuestro odio: hacedme sufrir los martirios más horrorosos... ¡todo lo merezco!, ¡pero ella!... ¡ella no es culpable!... yo la seduje... yo la arranqué violentamente de vuestra casa... ¡es vuestra sangre! Tened lástima de ella en memoria de su madre: ¡de vuestra hermana!
 
Mientras esto decía presentaron a Pietro, al Silencioso y a su mujer; el hijo tuvo la fortuna de evadirse.
 
-Aseguradlos bien -dijo Angelo-, sobre todo a ese perillán, que ya una vez ha dado chasco al verdugo; pero ahora no se escapará.
 
Tomadas las necesarias disposiciones para la seguridad de los presos, pusiéronse todos en marcha. Subió Angelo a la grupa del caballo en que colocaron a su sobrina, y tomó la delantera a galope.
 
Los bandoleros exhalaban mil denuestos contra la justicia, a la que acusaban de traidora, pues semiborrachos y atolondrados por la violencia de la agresión, no habían comprendido la parte que tenía en ella Espatolino.
 
Éste era el único que parecía tranquilo; a sus pasados furores había sucedido la triste calma de la desesperación.
 
Comprendiendo que ninguna esperanza le quedaba; que eran inútiles todos los esfuerzos humanos para alcanzar merced ninguna del corazón de hiena del esbirro, resolvió soportar con valor su destino. Poco le hubiera costado encontrar firmeza en su alma si sólo la necesitase para sufrir la muerte; otro era el dolor contra el cual tenía que armarse de todo su esfuerzo; los padecimientos de su esposa, y no su suerte propia, le atormentaban, y reunía toda su constancia para sobrellevar sin debilidad aquella terrible prueba.
 
Los presos y sus guardias entraron en Roma la tarde del siguiente día, y aquella misma noche fue nombrada la comisión que debía instruir el sumario.
 
Todos los bandidos, incluso el Silencioso y su mujer, fueron asegurados en estrechos calabozos, doblando el número de las acostumbradas guardias (tanto temía la justicia que pudiera escapársele su presa); solamente Anunziata se libró de la cárcel, por haber hecho valer Angelo el estado delicado de su salud, y saliendo por fiador obtuvo la gracia de que la señalasen por prisión su propia casa. Por duro que fuese el corazón del esbirro, el lastimoso estado en que se hallaba la desgraciada criatura consiguió despertar en él sentimientos de compasión, y empleó todos los medios posibles para proporcionarle algún alivio.
 
 
 
Continuará…

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