noviembre 21, 2012

SAB (Capítulo V)

Ingenio La Flor de Cuba. E. Laplante, El libro de los ingenios, Siglo XIX

SAB
(primera parte, capítulo V)
por Gertrudis Gómez de Avelllaneda




La tormenta umbría
en los aires resuelve un Océano
que todo lo sepulta

HEREDIA

La noche más profunda enlutaba ya el suelo. Aún no caía una gota de lluvia, ni la más ligera corriente de aire refrigeraba a la tierra abrasada. Reinaba un silencio temeroso en la naturaleza que parecía contemplar con profundo desaliento la cólera del cielo, y esperar con triste resignación el cumplimiento de sus amenazas.

Sin embargo, en tan horrible noche dos hombres atrevidos atravesaban a galope aquellas sabanas abrasadas, sin el menor indicio de temor. Estos dos hombres ya los conoce el lector: eran Enrique y Sab, montado el uno en su fogoso alazán, y el otro en un jaco negro como el ébano, más ligero que vigoroso. El inglés llevaba ceñido un sable corto de puño de plata cincelada, y dos pistolas en el arzón delantero de su silla; el mulato no llevaba más arma que su machete.

Ni uno ni otro proferían una palabra ni parecía que echasen de ver los relámpagos, más frecuentes por momentos, porque cada uno de ellos estaba dominado por un pensamiento que absorbía cualquier otro. Es indudable que Enrique Otway amaba a Carlota de B... ¿y cómo no amar una criatura tan bella y apasionada? Cualesquiera que fuesen las facultades del alma del inglés, la altura o bajeza de sus sentimientos, y el mayor o menor grado de su sensibilidad; no cabe duda en que su amor a la hija de don Carlos era una de las pasiones más fuertes que había experimentado en su vida. Pero esta pasión no siendo única era contrastada evidentemente por otra pasión rival y a veces victoriosa: la codicia.

Pensaba, pues, alejándose de su querida, en la felicidad de poseerla, y pesada esta dicha con la de ser más rico, casándose con una mujer menos bella acaso, menos tierna, pero cuya dote pudiera restablecer el crédito de su casa decaída, y satisfacer la codicia de su padre. Agitado e indeciso en esta elección se reconvenía a sí mismo de no ser bastante codicioso para sacrificar su amor a su interés, o bastante generoso para posponer su conveniencia a su amor.

Diversos pensamientos más sombríos, más terribles, eran sin duda los que ocupaban el alma del esclavo. ¿Pero quién se atrevería a querer penetrarlos? A la luz repercutida de los relámpagos veíanse sus ojos fijos, siempre fijos en su compañero, como si quisiera registrar con ellos los senos más recónditos de su corazón; y por un inconcebible prodigio pareció por fin haberlo conseguido pues desvió de repente su mirada, y una sonrisa amarga, desdeñosa, inexplicable, contrajo momentáneamente sus labios. «¡Miserable!», murmuró con voz inteligible; pero esta exclamación fue sofocada por la detonación del rayo.

La tempestad estalla por fin súbitamente. Al soplo impetuoso de los vientos desencadenados el polvo de los campos se levanta en sofocantes torbellinos: el cielo se abre vomitando fuego por innumerables bocas: el relámpago describe mil ángulos encendidos: el rayo troncha los más corpulentos árboles y la atmósfera encendida semeja una vasta hoguera.

El joven inglés se vuelve con un movimiento de terror hacia su compañero:

-Es imposible continuar -le dice-, absolutamente imposible.

-No lejos de aquí -responde tranquilamente el esclavo- está la estancia de un conocido mío.

-Vamos a ella al momento -dijo Enrique, que conocía la imposibilidad de tomar otro partido-.

Pero apenas había pronunciado estas palabras una nube se rasgó sobre su cabeza: el árbol bajo el cual se hallaba cayó abrasado por el rayo, y su caballo lanzándose por entre los árboles, que el viento sacudía y desgajaba, rompió el freno con que el aturdido jinete se esforzaba en vano a contenerle. Chocando su cabeza contra las ramas y vigorosamente sacudido por el espantado animal, Enrique perdió la silla y fue a caer ensangrentado y sin sentido en lo más espeso del bosque.

Un gemido doliente y largo designó al mulato el paraje en que había caído, y bajándose de su caballo se adelantó presuroso y con admirable tino, a pesar de la profunda oscuridad. Encontró al pobre Otway pálido, sin sentido, magullado el rostro y cubierto de sangre, y quedose de pie delante de él, inmóvil y como petrificado. Sin embargo, sombrío y siniestro, como los fuegos de la tempestad, era el brillo que despedían en aquel momento sus pupilas de azabache, y sin el ruido de los vientos y de los truenos hubiéranse oído los latidos de su corazón.

-¡Aquí está! -exclamó por fin con su horrible sonrisa-. ¡Aquí está! -repitió con acento sordo y profundo, que armonizaba de un modo horrendo con los bramidos del huracán-. ¡Sin sentido! ¡Moribundo!... mañana llorarían a Enrique Otway muerto de una caída, víctima de su imprudencia... nadie podría decir si esta cabeza había sido despedazada por el golpe o si una mano enemiga había terminado la obra. Nadie adivinaría si el decreto del cielo había sido auxiliado por la mano de un mortal... la oscuridad es profunda y estamos solos... ¡solos él y yo en medio de la noche y de la tempestad!... Helo aquí a mis pies, sin voz, sin conocimiento, a este hombre aborrecido. Una voluntad le reduciría a la nada, y esa voluntad es la mía... ¡la mía, pobre esclavo de quien él no sospecha que tenga un alma superior a la suya... capaz de amar, capaz de aborrecer... un alma que supiera ser grande y virtuosa y que ahora puede ser criminal!

¡He aquí tendido a ese hombre que no debe levantarse más!

Crujieron sus dientes y con brazo vigoroso levantó en el aire, como a una ligera paja, el cuerpo esbelto y delicado del joven inglés.

Pero una súbita e incomprensible mudanza se verifica en aquel momento en su alma, pues se queda inmóvil y sin respiración cual si lo subyugase el poder de algún misterioso conjuro. Sin duda un genio invisible, protector de Enrique, acaba de murmurar en sus oídos las últimas palabras de Carlota:

-Sab, yo te recomiendo mi Enrique.

-¡Su Enrique! -exclamó con triste y sardónica sonrisa-. ¡Él! ¡Este hombre sin corazón! ¡Y ella llorará su muerte! ¡Y él se llevará al sepulcro sus amores y sus ilusiones...! Porque muriendo él no conocerá nunca Carlota cuán indigno era de su amor entusiasta, de su amor de mujer y de virgen... muriendo vivirá por más tiempo en su memoria, porque le animará el alma de Carlota, aquella alma que el miserable no podrá comprender jamás. ¿Pero debo yo dejarle la vida? ¿Le permitiré que profane a ese ángel de inocencia y de amor? ¿Le arrancaré de los brazos de la muerte para ponerle en los suyos?

Un débil gemido que exhaló Otway hizo estremecer al esclavo. Dejó caer su cabeza que sostenía, retrocedió algunos pasos, cruzó los brazos sobre su pecho, agitado de una tempestad más horrible que la de la naturaleza, miró al cielo que semejaba un mar de fuego, miró a Otway en silencio y sacudió con violencia su cabeza empapada por la lluvia, rechinando unos contra otros sus dientes de marfil. Luego se acercó precipitadamente al herido y era evidente que terminaban sus vacilaciones y que había tomado una resolución decidida.

Al día siguiente hacía una mañana hermosa como lo es por lo regular en las Antillas la que sucede a una noche de tormenta. La atmósfera purificada, el cielo azul y espléndido, el sol vertiendo torrentes de luz sobre la naturaleza regocijada. Solamente algunos árboles desgajados atestiguaban todavía la reciente tempestad.

Carlota de B... veía comenzar aquel deseado día apoyada en la ventana de su dormitorio, la misma en que la hemos presentado por primera vez a nuestros lectores. El encarnado de sus ojos, y la palidez de sus mejillas, revelaban las agitaciones y el llanto de la noche, y sus miradas se tendían por el camino de la ciudad con una expresión de melancolía y fatiga.

Repentinamente en su fisonomía se pintó un espanto indescribible y sus ojos, sin variar de dirección, tomaron una expresión más notable de zozobra y agonía. Lanzó un grito y hubiera caído en tierra si acudiendo Teresa no la recibiera en sus brazos. Pero como si fuese tocada de una conmoción eléctrica, Teresa, en el momento de llegar a la fatal ventana, quedó tan pálida y demudada como la misma Carlota. Sus rodillas se doblaron bajo el peso de su cuerpo, y un grito igual al que la había atraído a aquel sitio se exhaló de su oprimido pecho.

Pero nadie acude a socorrerlas: la alarma es general en la casa, y el Sr. de B... está demasiado aturdido para poder atender a su hija.

El objeto que causa tal consternación no es más que un caballo con silla inglesa, y las bridas despedazadas, que acaba de llegar conducido por su instinto al sitio de que partiera la noche anterior. ¡Es el caballo de Enrique! Carlota vuelta en su acuerdo prorrumpe en gritos desesperados. En vano Teresa la aprieta entre sus brazos con su usada ternura, conjurándola a que se tranquilice y esforzándose a darle esperanzas: en vano su excelente padre pone en movimiento a todos sus esclavos para que salgan en busca de Enrique. Carlota a nada atiende, nada oye, nada ve sino a aquel fatal caballo mensajero de la muerte de su amante. A él interroga con agudos gritos y en un rapto de desesperación precipítase fuera de la casa y corre desatinada hacia los campos, diciendo con enajenamiento de dolor:

-Yo misma, yo le buscaré... yo quiero descubrir su cadáver y espirar sobre él.

Parte veloz como una flecha y al atravesar la taranquela se encuentra frente a frente con el mulato. Sus vestidos y sus cabellos aún están empapados por el agua de la noche, mientras que corren de su frente ardientes gotas de sudor que prueban la fatiga de una marcha precipitada.

Carlota al verle arroja un grito y tiene que apoyarse en la taranquela para no caer. Sin fuerzas para interrogarle fija en él los ojos con indecible ansiedad, y el mulato la entiende pues saca de su cinturón un papel que le presenta. Igualmente tiembla la mano que le da y la que le recibe... Carlota devora ya aquel escrito con sus ansiosas miradas, pero el exceso de su conmoción no le permite terminarlo, y alargándoselo a su padre, que con Teresa llegaba a aquel sitio, cae en tierra desmayada.

Mientras don Carlos la toma en sus brazos cubriéndola de besos y lágrimas, Teresa lee en alta voz la carta. Decía así:

«Amada Carlota: salgo para la ciudad en un carruaje que me envía mi padre, y estoy libre al presente de todo riesgo. Una caída del caballo me ha obligado a detenerme en la estancia de un labrador conocido de Sab, de la cual te escribo para tranquilizarte y prevenir el susto que podrá causarte el ver llegar mi caballo, si como Sab presume lo hace así. He debido a este joven los más activos cuidados. Él es quien andando cuatro leguas de ida y vuelta, en menos de dos horas, acaba de traerme el carruaje en el que pienso llegar con comodidad a Puerto Príncipe. A Dios & c.»

Carlota vuelta apenas en su conocimiento hizo acercar al esclavo y, en un exabrupto de alegría y agradecimiento, ciñó su cuello con sus hermosos brazos.

-¡Amigo mío! ¡mi ángel de consolación! -exclamaba- ¡bendígate el cielo!... ya eres libre, yo lo quiero.

Sab se inclinó profundamente a los pies de la doncella y besó la delicada mano que se había colocado voluntariamente junto a sus labios. Pero la mano huyó al momento y Carlota sintió un ligero estremecimiento: porque los labios del esclavo habían caído en su mano como un ascua de fuego.

-Eres libre -repitió ella fijando en él su mirada sorprendida como si quisiera leer en su rostro la causa de una emoción que no podía atribuir al gozo de una libertad largo tiempo ofrecida y repetidas veces rehusada: pero Sab se había dominado y su mirada era triste y tranquila, y serio y melancólico su aspecto.

Interrogado por su amo refirió en pocas palabras los pormenores de la noche, y acabó asegurando a Carlota que no corría ningún peligro su amante y que la herida que recibiera en la cabeza era tan leve que no debía causar la menor inquietud. Quiso en seguida volver a marchar a la ciudad a desempeñar los encargos de su amo, pero éste considerándole fatigado le ordenó descansar aquel día y partir al siguiente con el fresco de la madrugada. El esclavo obedeció retirándose inmediatamente.

Las diversas y vivas emociones que Carlota había experimentado en pocas horas, agitáronla de tal modo que se sintió indispuesta y tuvo necesidad de recogerse en su estancia. Teresa la hizo acostar y colocose ella a la cabecera del lecho mientras el señor de B... fumando cigarros y columpiándose en su hamaca, pensaba en la extremada sensibilidad de su hija, tratando de tranquilizar su corazón paternal de la inquietud que esta sensibilidad tan viva le causaba, repitiéndose a sí mismo: «Pronto será la esposa del hombre que ama: Enrique es bueno y cariñoso, y la hará feliz. Feliz como yo hice a su madre cuya hermosura y ternura ha heredado».

Mientras él discurría así sus cuatro hijas pequeñas jugaban alrededor de la hamaca. De rato en rato llegábanse a columpiarle y don Carlos las besaba reteniéndolas en sus brazos.

-Hechizos de mi vida -las decía-, un sentimiento más vivo que el afecto filial domina ya el corazón de Carlota, pero vosotras nada conocéis todavía más dulce que las caricias paternales. Cuando un esposo reclame toda su ternura y sus cuidados vosotras consagraréis los vuestros a hermosear los últimos días de vuestro anciano padre.

Carlota, reclinada su linda cabeza en el seno de Teresa, hablábale también de los objetos de su cariño: de su excelente padre, de Enrique a quien amaba más en aquel momento: porque, ¿quién ignora cuánto más caro se hace el objeto amado, cuando le recobramos después de haber temido perderle?

Teresa la escuchaba en silencio: disipados los temores había recobrado su glacial continente, y en los cuidados que prodigaba a su amiga había más bondad que ternura.

Rendida por último a tantas agitaciones como sufriera desde el día anterior durmiose Carlota sobre el pecho de Teresa, cerca del mediodía y cuando el calor era más sensible. Teresa contempló largo rato aquella cabeza tan hermosa, y aquellos soberbios ojos dulcemente cerrados, cuyas largas pestañas sombreaban las más puras mejillas. Luego colocó suavemente sobre la almohada la cabeza de la bella dormida y brotó de sus párpados una lágrima largo tiempo comprimida.

-¡Cuán hermosa es! -murmuró entre dientes-. ¿Cómo pudiera dejar de ser amada? Luego mirose en un espejo que estaba al frente y una sonrisa amarga osciló sobre sus labios.



[Continúa en el capítulo VI]




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